Diario de un piano abierto - noche del 13 de enero 2017


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La nostalgia por el olor de los nardos, ha hecho que esta noche busque las cadencias de los preludios de Sergei Rachmaninoff, en especial los Op. 32. En estas joyas, lo que brilla es la tristeza de las noches estivales, o las fases de la luna reflejadas sobre las aguas (no sabemos si en su niñez sobre las del lago Svetloyar en el sur de la ciudad de Semionov donde se refleja también la cúpula de la Iglesia de San Nikolas, o su devenir al final de su vida en las del lago Vista en California, cerca de las montañas de Santa Mónica) brillo que se difumina y vuelve a resurgir en la multiplicidad temporo-espacial de sus ondas... pero siempre la misma tristeza y la misma luna, aunque ambas brillen en ciclos, manifestando el vínculo dinámico entre la más plena oscuridad y esa otra luz que hace crecer o bajar las aguas y el alma.
Lo que sí es seguro es que el origen de estas cadencias está en la primera juventud del conmovedor músico ruso y la música con la que resonaba su alma por ese entonces. Es de ahí que surge la efusiva - y famosísima - Pieza de Fantasía Op. 3 No 2 en do sostenido menor, ahora revestida con la piel dorada que le otorga la madurez de los frutos, etapa esta, plena y serena de donde advendría el concierto para piano No 3 y los preludios Op. 32. A partir de ahí, toda la producción de esos ciclos tendrá determinaciones claramente impresionistas. Esta serie de preludios contrastan a su vez con sus atmósferas entre cada pieza y a su vez con las transformaciones y las progresiones que se logran dentro de cada una de ellas individualmente.
Este contraste progresivo que las anima se aprecia sobre todo y por ejemplo en la sencillez y la esencialidad de los preludios 6, 8 y 11 que complementan y contrastan la fuerza apasionada y casi incontenible del tercero y del cuarto. Ya dentro de una misma pieza, podemos escuchar en el primer preludio contrastes anímicos de una belleza indescriptible. Allí, el apenas audible y melancólico susurro del pos-ludio, cierra de manera inesperada la tormentosa cadencia con la que arranca.
He escogido de manera especial para llenar la ausencia del perfume de los nardos, el preludio décimo de la serie, escrito en la tonalidad de si bemol menor. Su imagen empieza con una muy introspectiva y sensible cantinela en donde las cesuras ternarias y binarias se funden dejando entre los espacios de lamento sonoro, un silencio que suspende y transforma el dolor en una oscura belleza que se va conformando de forma descendente. Esa cantinela evoca, como dije, la elipsis transformadora de una tristeza antigua y a la vez reciente (que paralelamente nos va transformando también de manera descendente). Es en su parte central donde termina el descenso, transfigurándose desde allí en una efusión épica y romántica “in Crescendo” - contrariamente en una progresión ascendente. Luego de esta progresión hay un retorno y un sumergirse esta vez de manera definitiva en la hondura de las aguas o de la tristeza.

Cierro con este sentir: al asomarme ahora a la ventana, acabo de ver la luna ya empezando a decrecer después de su plenitud, pensando con nostalgia que no hay un lago como el Svetloyar o el Vista que pueda reflejar su pálida luz...pero ahí, justo en el medio de esa nostalgia, acabo de darme cuenta que esa luz está extendida en el borde donde a su vez se extiende interminable el lago sosegado de mi propia tristeza.


Comentarios

anamaría hurtado ha dicho que…
La música,como todo arte, (y quizás más que ninguno) convoca la multiplicidad de las percepciones. Una suerte de sinestesia a la que somos convidados si alcanzamos ese punto donde las puertas de la percepción se abren,como advertía el poeta William Blake. A esta experiencia única nos invitas cuando compartes delicadamente estos textos que son parte de la entrañable bitácora de tu alma de músico:"Diario de un piano abierto". En tu aproximación a este magnífico preludio de Rachmaninoff, esa confluencia de los sentidos se hace presente. Es el poeta músico que escucha los aromas ausentes de los nardos, saborea la sutil presencia de la luna, siente los ascensos y descensos de la noche del alma, hasta hacerse a sí mismo un lago sosegado. Me evocó las delicadísimas imágenes del I Ching donde el cielo se refleja sobre el lago, en resonancia con esos lugares íntimos donde aún somos naturaleza con alma.

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